El día del final del baile


Lo seguía con la mirada. Sus pupilas bailaban al son de sus movimientos que, por muy estrambóticos que fueran, no conseguían escapar del acecho de aquellos ojos negros que siempre lo acompañaban. Era un baile extraño en el que uno de los dos controlaba todos los pasos de la danza sin que el otro lo supiera y, aun así, la sintonía entre las partes era perfecta. No había fisura alguna que pudiera provocar la pérdida del compás, no había escapatoria posible. Llegaría el momento en que la pareja se encontraría cara a cara, y en aquel momento aquellas pupilas negras tendrían enfrente una mirada. Cuatro pupilas fundidas en una sola en un fugaz instante durante el cual la pareja destaparía sus secretos y rompería la magia del baile para siempre. El día del final del baile, así es como lo llaman.

Con sinsentidos


El tutú de la bailarina
el yoyó del payaso
el mimí de mi ego
¿quienquién me sinfunde en este consentido?
ya para siempre jamás
aprenderé de memoria todo lo que olvide
y nada de esto tendré presente
en mi futuro pasado
donde el porvenir ya ha llegado
y el recuerdo está en camino.

Volar


Se sentía ligero como una nube
de hormigón
se sabía pájaro como aquél
que ya se extinguió
le gustaba la velocidad de vértigo
como el que tenía
estaba blanco como el cielo
en plena noche
firme como una peonza en un helicóptero
mas no comprendía por qué no podía volar;
ligero como el pájaro veloz que surca el cielo en plena noche
de las nubes al hormigón blanco vértigo que te extingue
¿Te atreves?

La toma de la pastilla


Tomamos la pastilla
y qué subidón
la de cosas que vimos
aquel 14 de julio
se nos fue la cabeza, realmente
y flipamos en tricolores
lo que nos divertimos soñando
a pesar del terror
de ver monstruos por todas partes
pero todo era tan nuevo y alucinante...
cuantas veces la habíamos mirado
con respeto y de lejos
caramelo tentador
o demonio opresor
no lo probéis, nos decían
ni os acerquéis
no habrá vuelta atrás
nuestra medicina es la buena
nuestro régimen el mejor
pero nosotros sabíamos que era antiguo
y nosotros modernillos
o mejor contemporáneos
y lo probamos
tomamos la pastilla y tenían razón
ya no había vuelta atrás
nada volvería a ser igual
por mucha clínica de rehabilitación
o de restauración
por muchos congresos en Viena
era un viaje sin regreso
abierto el blíster de Pandora
nos quedaban nuevos lugares por visitar
con sus comunas
nuevos inviernos que disfrutar
con sus palacios
porque la primera nos dejó un sabor amargo
pero ya sabíamos el camino
y una tras otra las fuimos tomando
aquello parecía no tener fin
y aquí seguimos
prefiriendo un lavado de estómago
a uno de cerebro.

Elección


Sentía el frío acero del fusil en sus manos
sentía la cálida madera de la culata en su hombro
sentía la suavidad del gatillo al acariciarlo
sentía el sudor que corría por su cuerpo
veía la infinitud más allá de los postes
veía su infancia perdida en ella
no oía las órdenes del jefe del pelotón
no oía sus gritos
escuchaba el silencio de sus compañeros
no veía a los hombres atados a los postes
sólo había postes
que le impedían ver más allá.

Ahora siente la cuerda que aprieta sus manos
siente el poste que aguanta sus flaquezas
siente la presión de la venda en sus ojos
siente que la tierra se abre bajo sus pies
no ve los cañones que le apuntan
no ve a sus antiguos compañeros
oye sus pensamientos
oye las órdenes del jefe del pelotón
pero no las escucha
ve las consecuencias de su elección
y su corazón palpita tranquilo
cuando las balas se alojan en él.

Píntame un poema al oído


Todo empezó con esta frase: píntame un poema al oído. Tú me mirabas y yo te escuchaba. Recuerdo que refrescábamos la tarde con unas cañas, que hacía calor, mucho calor, y que estábamos hartos de aquellos niños y su dichosa pelotita. Tú te quedaste con aquellas flores violetas que caían sobre la mesa y me preguntaste por el nombre del árbol. Jacarandá, pero eso lo descubrí mucho más tarde. También recuerdo que hablamos de trabajo, de lo mal que estaban las cosas, de la gente y de la gran empresa en la que se había convertido este mundo, donde todos compiten y se pisan unos a otros. Supongo que de eso pasamos a criticar a los artistas, que cotizan su ego en la bolsa del espectáculo. Nos reímos, e incluso sacamos un poema sobre el tema que nos ponía al nivel de los que criticábamos, ya se sabe cómo acaban las conversaciones de bar, y más a partir de la tercera caña. Yo creo que fue entonces cuando lo decidimos, embriagados por el alcohol y el entusiasmo dijimos que tú pondrías color a mis poesías y que yo pondría letra a tus cuadros. Píntame un poema al oído, susurramos los dos como si estuviéramos conspirando contra el mundo, y nos fuimos a casa con ganas de empezar.

Descubrí entonces que llevaba largo tiempo escribiendo con la vista. No lo hacía sobre tela. Tampoco tenía un caballete sobre el que sostener mi obra. Ni lo hacía al pie de un acantilado a la sombra de unos pinos con el mar de fondo. Debo reconocer que lo hacía a ordenador, ni tan siquiera a papel y boli, encerrado en una habitación gris con vistas a una aburrida calle. Pero en mi teclado no había letras. Era una paleta de colores en la que yo mojaba las yemas de mis dedos para pintar sobre el monitor mi historia. Cada grupo de siete letras era un arcoíris que yo combinaba para colorear las imágenes que pasaban por mi mente, imágenes que se me formaban en blanco y negro, historia en bruto por pulir sobre la que pintaba los detalles que le daban forma. No había sido consciente de ese proceso hasta ese momento y recuerdo que el alfabeto se desplegó ante mí como un destello que hacía tiempo que no veía.

Tú, por tu parte, me confesaste que siempre habías pintado de oídas. Yo al principio no lo entendí, pero te esforzaste en hacérmelo entender. Me hacías cerrar los ojos y empezabas a hablar, siempre me ha gustado mucho tu voz, y yo me sorprendía del efecto de tus palabras, de su poder para sugerir los paisajes más bellos. Decías que cada color tenía muchas cosas que contar, y que solo con paciencia se conseguía escucharlos. Otras veces te hablaban a través de terceros, o de textos que leías en voz alta, porque tú siempre leías en voz alta. Las palabras, decías, necesitan ser pronunciadas para que revelen todo su potencial, y tú tenías la habilidad de reflejarlo en tus cuadros. No creo que conozca nunca a nadie más capaz de pintar un ruido con un pincel.

Así empezó a madurar la idea. Yo te mandaba poesías con la esperanza de que plasmaras aquellas palabras sobre la tela. Tú me mandabas cuadros para que de sus colores rescatara las palabras que escondían. Aquello nos sacó del letargo en el que ambos nos encontrábamos, y los versos y los trazos volvieron a fluir. Fueron unas semanas maravillosas. Venías a mi casa a traer tus cuadros, yo los tocaba examinando sus texturas y te preguntaba por el proceso creativo, que me explicabas con sonoros detalles. Luego te recitaba mis poesías mientras tú me mirabas atentamente. Debo confesarte que pasaba mucha vergüenza, pero fue una experiencia que valió la pena. También seguíamos viéndonos en el bar, que se convirtió en lugar de confidencias artísticas. Las flores violetas dejaron de llover sobre nosotros, no así la dichosa pelotita, que orbitaba amenazante alrededor de nuestras ideas. ¿Cuántas veces llegamos a maldecir a aquellos críos? Pero entre caña y caña nos transportábamos a nuestro mundo, en el que la pelota siempre estaba en el tejado de los demás. Nos sabíamos poseedores de la verdad absoluta, el arte total, lo llamábamos. Estábamos borrachos, de euforia y otras cosas, y los borrachos siempre dicen la verdad.

De esa manera, mis paredes se fueron llenando de cuadros y tu escritorio de poesías. Algo teníamos que hacer con todo aquello, pero nos daba miedo romper la magia del momento y que todo se desvaneciera de la misma forma en que había llegado si revelábamos nuestro secreto. Nuestros amigos sospechaban lo que no era y nosotros no hicimos nada para aclararlo, también nos divertía aquel juego. En realidad creo que lo que verdaderamente temíamos era que un intruso se colara en nuestra fantasía contaminando con algo de cordura nuestras razones para enloquecer. Pero al final cedimos y les confesamos nuestro proyecto, y su entusiasmo fue la pieza que cerró el círculo. Lo vimos claro. O lo oímos claro. Necesitábamos mostrarnos para que aquello sirviera de algo, y creímos que estábamos listos. A partir de allí todo fue muy rápido, como si hubiera estado preparado de antemano. Uno conocía el bar idóneo para el espectáculo, otro se ofreció para poner la música, otro para hacer la propaganda. La ola sobre la que viajábamos se encrespó y aceleró el ritmo. Nosotros sabíamos lo que significaba, podíamos ver la orilla sobre la que nos precipitábamos, pero era tan bella que seguimos adelante. No lo dudamos. Y en unos días ya teníamos fecha para la función.

El día antes fuimos a cenar todos juntos a un restaurante libanés, pero nosotros nos hallábamos mucho más lejos, quizás en un bosque de cedros, pero muy lejos. Yo podía oír cómo me buscabas con tu mirada entre el barullo de la gente. Comimos, sí. Y bebimos, quizás demasiado. Y hablamos con los demás. Que estuvimos allí lo sabemos, pero también que a lomos de nuestra ola seguíamos nuestro viaje y que temíamos que tras romper en la orilla nos esperara un silencio oscuro. Eso nos aterraba. La ausencia de ruido y la ausencia de luz, fuentes de nuestra inspiración. No hablamos, no hacía falta, pero esa noche nos dormimos sintiendo que despertábamos del sueño y, por primera vez, deseamos haber compartido almohada.

Finalmente allí estábamos tú y yo, de pie ante el público que abarrotaba la sala, preguntándose qué verían y escucharían de alguien como nosotros. El piano empezó a sonar y los primeros versos se escaparon de mi boca. Tú destapaste el primer cuadro. Uno a uno revivimos los momentos compartidos, y las imágenes y las palabras que tan bien conocíamos adquirieron vida propia. Desnudamos nuestro mundo ante el auditorio buscando comprensión, deseábamos saber que no estábamos solos, que nuestro viaje era compartido y comprendido. Pero los dos lo sentimos. Otra vez el rechazo. Endulzado de compasión, sí, pero rechazo. No por ser diferentes, sino por nuestra arrogancia. Por pretender ser como ellos, por querer demostrarles que incluso podíamos sentir mucho más. Eso no lo toleraban. Lo viste en sus caras. Nos reprochamos nuestra ingenuidad, aunque tú no pudieras leer mis labios ni yo palpar tu rostro notamos que nos culpábamos por ello.

No sé por qué, recordé entonces cuando nos conocimos. Tú salías de clase de lenguaje de signos y yo paseaba solo por primera vez desde el accidente. Aún me costaba orientarme y choqué contigo. Fue la primera vez que te toqué, antes de dirigirnos palabra alguna. Tú ibas a gritarme, o quizás me gritaste, ahora no lo recuerdo, pero mi mirada transparente te calmó. Y me hablaste. Me ayudaste a levantarme y pusiste el bastón en mi mano. No respondías a mis disculpas hasta que me pediste que te mirara, que dejara que vieras mis labios, y tomamos nuestra primera caña en aquel bar. Supongo que lo recordé en aquel momento porque te sentí lejos. Pero estabas a mi lado, sufriendo como yo el aterrizaje a la realidad. Al menos tú no podías oír los silbidos, eso me reconfortó, como a ti el saber que yo no veía sus caras. Allí acabó aquel sueño. No les dimos el placer de saber que nos habían derrotado, y las lágrimas que nos tragamos diluyeron nuestro dolor.

Ahora, sentados otra vez en el mismo bar donde empezó todo, disfrutamos del momento. Como entonces, charlamos y saboreamos la cerveza. Seguimos recitando cuadros y pintando poemas, nuestra manera de sentir. Buscamos nuevos retos, sabiendo que caerán nuevas flores sobre nuestras cabezas, y que no hace falta ver para mirar, ni oír para escuchar.

Inadaptado


Dicen que hay que adaptarse
cambiar de forma para no cambiar
hablar y pensar en dimensiones paralelas
para sobrevivir en un mundo en movimiento.

Y digo yo que no me adapto
que es el mundo el que se mueve
y que quieto en mis convicciones
aspiro a cambiar mi entorno.

Su cara era un poema


Su cara era un poema
de los que dejan huella
de aquellos que te revuelven las tripas
hacen una pelota con ellas
y la estrellan en tu cara
la vida se había ensañado con aquel pobre chico
lo había hecho caer en lo más hondo
lo había obligado a arrastrarse
a suplicar por una sonrisa
le había mostrado la cara amable de la vida
y le había hecho vivir la cruel
y cada vez que osaba levantar la cabeza
le asestaba otro golpe, otro mazazo
directo a su línea de flotación
directo a lo más profundo de su ser
que no había sido, ni sería
que quería y no podía
un ser malherido
porque hasta en lo de herirse
le salían mal las cosas
y su cara era una triste elegía
un melancólico reflejo de su castigada existencia
las cicatrices eran versos en su rostro
sus facciones estrofas desesperadas
su expresión una oda al dolor
su llanto un canto a la esperanza
qué poéticamente patético
o qué patéticamente poético
ser poeta y llevar el poema en la cara
ser poeta y odiar la poesía
por rimar soledad con felicidad
por disfrazar con metáforas
las ostias que le daban
tenía la cara como un mapa, y aun así se perdía
y cada vez que se miraba en el espejo
el reflejo le recitaba su poema
su forma de vida, al fin y al cabo
poética vida, de cabo a rabo.